El reloj
Lo que voy a contar a
continuación me sucedió un lunes 11 de noviembre, hace varios años. Por aquel
entonces, estudiaba yo en la
Universidad de La
Plata y alquilaba, junto a un amigo, un pequeño departamento
en el quinto piso.
Todo comenzó a la tarde,
cuando a último momento, Marcos me avisó que no iría a La Plata sino hasta el martes. Aquel
mensaje de texto me puso de buen humor, pues en épocas de finales, nada mejor
que estar solo para estudiar sin ser molestado por otra presencia. Sin embargo,
no pude estudiar más, estaba saturado, estresado y nervioso. Cabe aclarar que
venía estudiando hacía varios días. Decidí que lo mejor sería distraerme un
poco. Afuera llovía torrencialmente. Prendí un rato la televisión mientras me
tomaba unos mates. Cuando quise darme cuenta, ya era tarde, me había enganchado
perdidamente con una película de terror que insólitamente daban a la tarde. Siempre
fui asustadizo (por no decir cagón) con el género, pero también creo que las
películas de miedo provocan cierto masoquismo en quien las sufre, pero que por
alguna razón fuera de mi entendimiento no puede dejar de verlas.
Cuando la terminé de ver me
arrepentí mucho por no haber cambiado de canal. Lo hecho, hecho está. Traté de
quitarme las imágenes horrorosas de espíritus y casas poseídas con un poco de
música. Empezaron a sonar The Doors. Me tranquilicé, aunque su música no fuese
particularmente alegre. Sólo necesitaba distracción.
Casi sin darme cuenta, cayó
la noche. Ya no estaba asustado, cené tranquilo y luego me acosté a leer. Pero
los problemas comenzaron cuando apagué la luz. Allí yacía yo, acostado en la
penumbra, rodeado de un silencio pesado pero repleto de ruidos en mi cabeza.
Automáticamente vinieron a mí las escenas de la película y sus diálogos
traumáticos. Como tratando de inyectar anticuerpos en mi mente, me puse a
contar ovejas, a repasar lo que había estudiado, a pensar en personas, en la
mar en coche y nuevamente vino la calma, que pareciera haber ganado la lucha
dentro de mí. Bostecé. Ya venía el sueño, nada de qué preocuparse, al otro día
vendría Marcos, de a poco olvidaría la fatídica película y asunto terminado.
Dormité unas horas, pero cuando me moví para cambiar de posición escuché un
tic-tac, un sonido que de pronto irrumpía en la habitación. El reloj. Jamás en
todos aquellos años había prestado atención al ruido de las agujas al avanzar
de segundo en segundo. Pero el reloj siempre había estado allí colgado en la
pared pese a mi indiferencia, y sus agujas giraban y giraban en todo momento en
mis horas de sueño. ¿Por qué ahora me molestaban? De golpe mi corazón comenzó a
retumbar en mi pecho y lo escuché justo en el instante en que las agujas del
reloj callaban efímeramente. Vaya ritmo: tum-tum, tic-tac. En la película
sucedía algo todas las noches: el reloj se detenía a las 3 AM. Según contaba la
historia, porque era la hora en que aparecían los espíritus.
Me destapé rápidamente,
encendí la luz y miré la hora. Faltaban más de sesenta minutos para las 3.
Desesperé y mi cabeza empezó su maquiavélica paranoia: tengo que dormirme antes
de las 3, no vaya a ser cosa que esté despierto y el reloj se detenga. Sería
terrible, ¿Qué haría en el hipotético caso en que un espíritu me visitara?
Saldría corriendo a la calle…. ¿Y luego? Quizá lo mejor sea sacarle las pilas
al reloj, pero de esa manera jamás sabré qué pasó realmente a las 3 y también
sería rendirme ante un hecho que es poco probable que suceda. Eso queda
descartado. Tengo que enfrentar la situación. Lo mejor va a ser tomar un vaso
con agua e intentar dormir y a la mañana saber si el reloj siguió su curso o se
detuvo.
Todo aquello se cruzó por mi
mente en sólo unos segundos. Seguí el plan. Luego de beber agua, apagué la luz
y me tapé acostado en la cama nuevamente. El corazón no cedía el ritmo de sus pulsaciones.
Me acaloré, así que me destapé. Pero me sentí instantáneamente desprotegido
(cómo se miente uno, como si la frazada fuese un escudo protector) y me volví a
cubrir. Transpiraba al ritmo que me repetía “dormite, dormite”; pero sabido es
que cuanto más jodés al sueño para que venga, menos viene. En ningún momento de
aquella interminable noche pude razonar coherentemente. Jamás pensé en todas
las lunas que había pasado solo y nada había sucedido con el reloj. Ni tampoco
en las noches venideras que tendría que pasar el resto de mi vida. no, todo se
resumía a aquel presente nervioso y pensaba que, con mis pensamientos, había
invocado la posibilidad de que el espíritu me escuchase y viniera.
De más está decir que no
concilié el sueño. Qué alguien me dé un mazazo en la cabeza. ¿Por qué no tengo
un puto somnífero? Con la luz encendida tenía menos miedo. Me senté en la cama
y me quedé contemplando el bendito reloj.
Tic-tac. Quedaban diez minutos para las 3. si lograba superar la
situación…¡Qué tranquilo dormiría! Pero estaba negado, presentía que se iba a
detener. Tic-tac. Cinco minutos. Las manos mojadas, las paredes parecían
acercarse a mí para aplastarme, el aire estaba caliente. Quise pararme para
abrir una ventana pero ya era demasiado tarde. El reloj marcaba las 3.
Y entonces nada, las agujas
seguían su curso normalmente. Respiré hondo. Calma. Pero aún no eran las 3 y un
minuto cuando el reloj se detuvo. Se me nubló la vista, entré en pánico. Para
mí el mundo entero había dejado de girar. Traté de ponerme de pie para arrojar
el reloj por el balcón pero perdí el eje y me desplomé medio desolado medio
aliviado. Sentí el golpe en la nuca.
Marcos siguió viviendo
varios años más en ese departamento. Yo no, sólo lo visito de vez en cuando. La
primera vez que lo hice hablamos sobre lo que pasó aquella noche de noviembre.
_ Pero Marcos, el reloj se
detuvo a las 3. Yo lo vi.
_ Sí, es que se quedó sin
pilas. Las probé en el control remoto de la tele y tampoco funcionaba.
_ Menuda coincidencia fatal.
– le respondí aquella noche de visita a las 3 de la mañana.
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