Mi lugar favorito en toda la ciudad era la librería de Sempere e Hijos
en la calle Santa Ana. Aquel lugar que olía a papel viejo y a polvo era
mi santuario y refugio. El librero me permitía sentarme en una silla en
un rincón y leer a mis anchas cualquier libro que deseara. Sempere casi
nunca me dejaba pagar los libros que ponía en mis manos, pero cuando él
no se daba cuenta yo le dejaba las monedas que había podido reunir en el
mostrador antes de irme. No era más que calderilla, y si hubiese tenido
que comprar algún libro con aquella miseria, seguramente el único que
habría podido permitirme era uno de hojas para liar cigarrillos. Cuando
era hora de irme, lo hacía arrastrando los pies y el alma, porque si de
mí hubiese dependido, me habría quedado a vivir allí.
Unas Navidades, Sempere me hizo el mejor regalo que he recibido en toda mi vida. Era un tomo viejo, leído y vivido a fondo.
-”Grandes esperanzas, de Carlos Dickens...” -leí en la portada.
Me
constaba que Sempere conocía a algunos escritores que frecuentaban su
establecimiento y, por el cariño con el que manejaba aquel tomo, pensé
que a lo mejor el tal don Carlos era uno de ellos.
-¿Amigo suyo?
-De toda la vida. Y a partir de hoy tuyo también.
Aquella
tarde, escondido bajo la ropa para que no lo viese mi padre, me llevé a
mi nuevo amigo a casa. Aquél fue un otoño de lluvias y días de plomo
durante el que leí Grandes esperanzaS unas nueve veces seguidas, en
parte porque no tenía otro a mano que leer y en parte porque no pensaba
que pudiese existir otro mejor, y empezaba a sospechar que don Carlos lo
había escrito sólo para mí. Pronto tuve el firme convencimiento de que
no quería otra cosa en la vida que aprender a hacer lo que hacía aquel
tal señor Dickens…
El juego del ángel - Carlos Ruiz Zafón
Hace 1 día
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