El rastro
Sintió el aroma una vez más,
ese olor tan nítido que su nariz reconoció rápidamente y que hizo que su mente
volara a través de los mares más anchos del tiempo. Se perdió entonces en lo
profundo de su ser y, al volver a la realidad, supo que había vuelto a
encontrar el rastro.
Muchas otras veces le
había sucedido de hallarlo, sin embargo, nunca a través de un olor. Pero esa
fragancia le era tan familiar que formó rápidamente la nostalgia. Infló su
pecho con todo el aire que pudo y la largó lentamente mientras esbozaba una
sonrisa de felicidad, o al menos, de intento de ella. Salió de su pensión
bastante de prisa y se olvidó que afuera era invierno, mas no le importó
caminar con solo una remera puesta y tiritar de frío mientras pudiese mantener
ese estado de magia que había llegado inesperadamente esa mañana.
Cuando Gabriel lo vio
entrar a su confitería pensó que finalmente había enloquecido, pues estaba a
punto de sufrir de hipotermia (según su catastrófico pronóstico) y, como un
amigo que se preocupa por su camarada, lo tomó del brazo pálido y lo sentó
frente a la estufa de gas mientras ordenaba a su mozo a los gritos una taza de
café bien caliente sin percatarse de si hubo respuesta de su empleado o no.
Como tantas otras
veces, Gabriel decidió esperar a que Tristán comenzara a hablar aunque, pese a
su cara de desinteresado, por dentro se moría de ganas de preguntarle qué había
pasado. Así que se mantuvo firme, parado al lado de él, observándolo
calentarse. Pero no fue lo que Gabriel quería escuchar lo que su amigo dijo.
_ Qué curiosa esta
estufa. – fue lo que Tristán comentó mientras se frotaba las manos y se
regocijaba con exagerado placer.
Gabriel estaba
acostumbrado a hablar siempre del tema que él propusiera, así que le siguió la
charla.
_ Es sólo una estufa de
cemento que imita a las leñas.
_ Claro, como si fuera
una fogata real.
_ Pero es artificial.
Los troncos son de cemento y por los agujeritos sale el gas que produce el
fuego. – le explicó impacientemente Gabriel.
_ ¡Oh! – exclamó
Tristán de forma teatral. - ¿Entonces nunca se va a consumir?
_ No.
_ Pues me compadezco de
la pobre estufa. Qué vida tan mísera le ha tocado. Siempre ahí, echando fuego
sin poder arder realmente.
Gabriel notó en él un
enfado que ya conocía, como si la rabia fuese dirigida a Dios, a la vida o a sí
mismo por no poder hacer nada al respecto. Lo miró así un rato y luego apuró al
mozo para que trajera el café; le molestaban las tardanzas. Encima no encontró
respuesta ni tampoco lo vio. Pero el mozo nunca faltaba al trabajo y mucho
menos se escapaba. Además, ya lo había visto llegar a la mañana temprano. Pensó
que estaría acomodando algunas cosas en la cocina pues tampoco había otros
clientes a los que atender aún. Se dispuso a ir a calentar el agua cuando su
acción se vio interrumpida por las palabras de Tristán.
_ He encontrado el
rastro, Gabriel. – le dijo.
_ ¿Qué rastro, Tristán?
– preguntó sintiéndose, en parte, aliviado por el comentario de su amigo, ya
que supo que era de lo que él realmente quería hablar cuando llegó casi
congelado al establecimiento.
Sus miradas se cruzaron
por una fracción de segundo y fue entonces cuando Gabriel se contagió, aunque
en menor medida, de la magia que Tristán destilaba. Se sintió conmovido y el
corazón le latió rebeldemente. Habían pasado tantos años…
_ ¿Ves? Te acabo de
transmitir una pizca, una huella. – le confesó Tristán mientras cortaba aquel
silencio que pareció haberse acomodado en la conversación.
A Gabriel le temblaron
las piernas y sintió que se desvanecía (así de exagerado era) pero pudo
recuperar la calma dando un largo sorbo a un vaso con agua.
_ Ahora sé a qué te referís
con el “rastro”. – le confesó.
Quince años eran los que
habían transcurrido desde el día en que los gitanos llegaron a la ciudad. Por
aquel entonces solo importaba el comercio de harina que producía el gran molino
que daba trabajo a la mayoría, excepto a Gabriel, quien entonces ayudaba a su
padre en el Café y a Tristán, un muchacho huérfano que se dedicaba a ser
mantenido por la familia de Gabriel.
Los nómades se instalaron cerca
del prestigioso molino y armaron una colorida feria. Gabriel se mostraba
indiferente respecto a ir pero Tristán, aquella mañana de febrero, llegó a los
saltos lleno de entusiasmo y lo arrastró allí.
En la feria encontraron todo
tipo de entretenimientos típicos, pero predominaban las viejas que aseguraban
poder leer el futuro con sólo tantear las palmas de las manos. Ambos se
mostraron indiferentes, pero aún así pensaban distinto y Gabriel lo sabía. Él se
mantenía totalmente escéptico con respecto a ese tipo de poderes; la
indiferencia de Tristán, en cambio, se basaba en no encontrar. Parecía la
técnica de un profesional: caminaba, de puesto en puesto, apenas pispeaba de
reojo a las ancianas maquilladas fuertemente, olfateaba un poco los sahumerios
y luego seguía con una mueca que decía “no” en su rostro.
_ ¿Qué buscás?
_ Un sueño que tuve. – le
respondió Tristán sin dejar de caminar.
Y finalmente, cuando el día
dejaba poco a poco espacio a la noche, se hallaron frente a una mujer tan
hermosa que ambos se quedaron pasmados varios segundos (o toda la eternidad).
De fondo explotaban los fuegos artificiales, pero a ellos les importó poco y
nada lo que se celebraba. La chica estaba parada inocentemente observando el
cielo. Su larga pollera y su rubia cabellera ondeaban al compás del viento.
Ambos jóvenes concordaron en que la muchacha era mejor espectáculo que los
fuegos de artificio.
Pero fue Tristán, cuya
indiferencia se esfumó con la artística figura que se hallaba delante de sus
ojos, quién tomó la iniciativa y se acercó a hablarle. Gabriel se sintió
apenado por no tener el coraje de su amigo. Aún así lo siguió tímidamente.
_Ahora entiendo por qué tanto
alboroto. – le dijo Tristán a la chica, quién se dio vuelta repentinamente. -
¡Con semejante hermosura presente habría que bajar el cielo a cuetazos!
Ella sonrió y lo miró
fijamente, pero no dijo nada. No hacía falta, sus pupilas hablaban, sugerían…
Entonces apareció una gitana más vieja que Matusalén, un tanto encorvada y con
blancos pelos débiles. La muchacha la saludó calurosamente y ésta, luego de
hacer lo mismo, se dirigió a los chicos y sin rodeos dijo:
_ ¿Quién de ustedes dos la
quiere a ella?
Gabriel se mostró totalmente
impactado por su pregunta, sin embargo, Tristán que siempre demostró tener
cierta fascinación por lo inesperado, ilógico e incoherente gritó:
_ ¡Yo!
Y fue así como de la mente de
Gabriel jamás pudo borrarse la escena donde la anciana tomaba de la mano a
Tristán y lo arrastraba lentamente dentro de una carpa, seguidos por la joven
chica. El se quedó allí fuera ante la imperiosa orden de la vieja y se limitó a
esperar. Tristán salió luego de unos cuantos minutos.
_ ¿Qué pasó con la chica y la
señora? – preguntó ansioso.
Tristán dio varios pasos
inseguros y temblorosos y luego, mirando a su amigo a los ojos, destilando esa
magia que ahora él, en el bar, había vuelto a percibir, le dijo:
_ La chica se fue.
_ ¿Adónde? Si entró en la
carpa con ustedes…
_ La vieja me dijo que si
quería tenerla debía buscar su rastro.
Tras ese episodio no volvieron
a ver a la joven rubia y los gitanos se fueron del pueblo. Pasaron los años y
ambos siguieron sus tranquilas vidas. Pero Tristán había perdido algo en su
mirada, era opaca y estaba como perdida hasta que apareció ese día helado en el
Café.
_ Me llegó volando su aroma.
¡El rastro ha vuelto!
_ Me alegro por vos – le dijo
Gabriel mientras retaba al mozo por no haber escuchado sus órdenes.
Estuvieron en silencio todo el
día, siendo testigos de la gente que entraba, consumía, charlaba y se iba. A
Gabriel le hubiera gustado decirle muchas cosas a su amigo. Le habría encantado
confesarle que aquel día en la feria había perdido totalmente su escepticismo,
le habría gustado decirle que la gitana guapa era felicidad y que él, el
valiente Tristán, se había arriesgado a perseguirla. Pero entendió que su amigo
ya sabía todo eso y que no eran necesarias las palabras cuando con simples miradas
y recuerdos podían entenderse.
Tristán se fue cuando el local
estaba cerrando, dio media vuelta y sonrió. Sus ojos estaban iluminados de
poesía. Se despidió de su amigo, quizás para siempre, diciéndole:
_ Muchas veces aspiramos a
tocar el cielo para luego darnos cuenta que éste no es tangible…
Ambos rieron a carcajadas y,
finalmente Gabriel, tocándole levemente el hombro lo despidió.
_ Por suerte no lo es, amigo
mío. Por suerte, pero está ahí, lo vemos, lo contemplamos, lo anhelamos. Y eso
es lo que muchos llaman esperanza, felicidad o, en tu caso, rastro.
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