Marina, el mar y Marea
Quedaba la mitad del ron en la
botella cuando Marina empezó a cantar unos villancicos cliché de manera suave y
melancólica, con voz aguda como el lejano trino de los pájaros. Ya estaba
cayendo la noche, implacable y majestuosa, espantando al sol.
Marina sintió calor, era un
diciembre más incandescente que los últimos que recordaba. Se levantó
suavemente y, sin dejar de cantar, ocultó su embriaguez con un tonto baile
mientras se acercaba lentamente a la ventana. Sus pies descalzos no hacían
ruido aunque no había nadie en la casa a quien pudiese despertar. Abrió el
portillo y la brisa del mar entró rápida y fugazmente en la habitación. Su fino
vestido de verano ondeó en contra de su cuerpo contorneándole su hermosa
figura.
A lo lejos: el mar, la playa, el
pasado, las fogatas, la tragedia, el amor y el odio. Se arrepintió
automáticamente de haber permitido a sus castaños ojos la vista de su penar.
Cerró todo y prefirió el calor. Nuevamente el ron y los villancicos que, de
pronto, se habían encontrado silenciados por sus melancólicos recuerdos. Se
sentó y quemó su garganta con alcohol, tomó el lápiz negro y dibujó garabatos
sin sentido en la hoja en blanco que prometía un poema. Una vez cansada de
aquello, abrió el cajón que se hallaba justo encima de su regazo y sacó el
antiguo revólver de su viejo.
Nueve años habían pasado desde su
ida al mundo de la muerte. Marina recuerda siempre que su precisa intuición le
dijo aquella mañana de febrero que algo sucedería. “el mar estaba raro”. Sintió
un rumor en las olas y fue tal el miedo que ni siquiera mojó sus delicados pies
en el agua. Encontró a su padre minutos después en el fresco suelo de madera
del cuarto en el que yacía ahora hundida en el recuerdo. El arma estaba aún
caliente, al igual que la sangre color escarlata que rodeaba al cuerpo.
Puede que jamás Marina pueda entender por qué guardó el revólver, pero lo hizo y no se dio una explicación
hasta este momento en que lo sacó nuevamente de su estuche y lo sujetó con
fuerza apuntando contra sí misma.
_ Puede que lo haya salvado para
este momento. – dijo entonces totalmente borracha.
Pero no sintió más que antipatía
y asco y en sus pupilas se marcó nuevamente la escena de nueve años atrás.
Entonces lanzó el arma con fuerza contra la ventana rompiendo gran parte del
vidrio de ésta y exclamó casi gritando:
_ Este camino ya se ha tomado.
¡No es el mío!
Sin embargo, era ahora inevitable
la entrada del viento del mar por ese agujero en la ventana. Bebió más ron y
sus mejillas se pusieron completamente coloradas.
El mar, ella estaba peleada con
el mar. Por eso no quería siquiera sentir la brisa que éste le enviaba. En
varias ocasiones, cuando el alcohol hervía en su sangre, solía caminar hasta la
orilla e insultarlo como una loca.
Era 8 de diciembre y había que
armar el arbolito de navidad. Siguió balbuceando canciones típicas y trajo el
árbol junto al material para decorarlo del armario del lavadero. Lo paró y le
gritó:
_ Los árboles no tienen piernas.
¿Cómo podés mantenerte tan firme?
Entonces, en un acto desesperado
por derrotar al verde enemigo de plástico, lo roció con lo que quedaba de ron.
Luego lo decoró irónicamente y, finalmente, lo incineró. El árbol se fue
derritiendo pero algunas chispas que producían los adornos alcanzaron las
cortinas y así la casa, mayormente de madera, comenzó a arder.
Marina no entró en pánico, tomó
la hoja en blanco y el lápiz y se retiró del lugar. Sus blancos pies la
llevaron rumbo a la playa. Mojó las suelas en el agua y se dio vuelta en vista
a la casa. Era un espectáculo de chispas y colores pasionales. Sonrió.
_ Mirá cómo arde – le dijo al mar
– el fuego es tu opuesto. ¡Yo soy fuego! Y nunca podrás apagarme. Marea habría
disfrutado de esa fogata, me la imagino sonriendo al lado mío y componiendo un
tema con su guitarra. Pero vos te la llevaste porque era poesía, mi sangre y
parte de mi alma ¡Envidioso! La querías para vos puesto que las sirenas no te
satisfacen. Pero Marea está acá – y se señaló el pecho – ardiendo conmigo.
Nuestros nombres son un oda a vos, traidor, pero nuestras almas son un cante al
fuego. Jamás podrás tenernos ni volver a tocarnos con tu sal que pretende
quemar nuestras heridas. Sos inmortal, pero también inmortal será tu soledad.
Marina se sentó más tranquila y
escribió todo ese discurso en el papel sobre sus piernas. Luego lo arrojó al
agua y se fue caminando sin rumbo. A su izquierda: el océano; a su derecha: su
casa desplomándose; al frente: su ardiente e incierto futuro.
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