Mi psicóloga me propuso que el
comienzo de mis historias fuera durante un amanecer. Recuerdo que le mostré mi
cuento favorito y éste, (confesó con su temple de profesional) le había gustado
mucho, pero volviendo a confesar con su temple de profesional me dijo:
_ ¿Por qué un atardecer? ¿Por qué
tanta soledad?
Y es que el relato mostraba
muchos aspectos que podían describirme como persona: el ocaso como algo triste
que muestra el fin de algo, la soledad como la vida de este escritor, etc. De
esta manera tomé la decisión de que la trama comenzara con un alba. Durante ese
período la cabeza está limpia, las ideas están algo dormidas, pero lo
importante es que el alma no está aún contaminada con los problemas, con las
alegrías, con las tristezas y ansiedades que el día espera a todo ser humano.
Está lloviznando y yo esperaba al
sol matutino, creo que mi terapeuta tendrá algo para decirme también sobre
esto. La cuestión es que me gustan las gotas, son suicidas, al contrario de mí.
Pero los polos opuestos se atraen y así somos esas minúsculas y rayadas formas
líquidas y yo. Caen contra mi techo y contra mi ventana, yo las contemplo
anonadado, fuera de este azulado desperar, viéndolas morir o quizás sufrir una
mera metamorfosis una vez que llegan a destino y se fusionan entre sí hasta que
se evaporan y mueren irremediablemente; al menos en mi techo y mi ventana.
Y todo este contexto no hace más
que traer a mi memoria su recuerdo. Ella era similar a esas gotas. La conocí en
uno de esos carnavales que suelen festejarse en los pueblos o ciudades chicas.
Llevaba puesta una máscara extraña. Era un rostro humano totalmente blanco que
denotaba toda la tristeza, la angustia y la desesperación del hombre. El traje
era oscuro, una túnica completamente negra y llegaba a taparle parte de la
cabeza, de modo que solo era visible (y resplandecía más) la careta pálida y
triste. Yo sentí miedo primeramente, ella era la única persona vestida así.
Pero después fui sintiéndome atraído por ese personaje macabro que bailaba un
tanto alejado de las multitudes que pasaban por aquella avenida cortada. Me
bebía un trago de cerveza fresca y, cada tanto, la pispeaba de reojo para que
no se me perdiera.
Junté valor, o quizás el alcohol
lo juntó por mí y me dirigí a hablarle. Se encontraba de espaldas, así que le
toqué suavemente el hombro y se dio vuelta. Su “rostro” hizo que los latidos de
mi corazón se revelaran contra mi pecho. ¡Qué miedo pero qué intriga me daba!
Sostuve el vaso de plástico más fuerte que antes y bebí un largo sorbo y,
mientras ella bailoteaba mirándome, le hablé.
_ ¿Me mostrás tu cara? – le
pregunté
Ella sujetó
entonces mis dos hombros con sus blancos guantes y me habló al oído. Fue
entonces que descubrí que detrás de ese disfraz se escondía una mujer.
_ Esta es
mi cara. – me dijo, me soltó y luego siguió en lo que parecía un transe
hipnótico que cualquier otra persona podría haber considerado baile.
No supe qué
hacer entonces, solo la miraba como quien mira una película o una obra de
teatro. Estaba en un ensimismamiento poco común en mí. Al cabo de unos cuantos
minutos, volvió a acercarse a mí y me dijo (siempre sujetando mis hombros como
un contacto de humanidad o de credibilidad):
_ Vos, ¿Me mostrás tu cara?
Me costó comprender su pregunta,
era bastante ilógica puesto que yo no llevaba ningún disfraz y mis ojos verdes,
mi nariz simple y mi rojiza barba estaban a su vista. Así que no respondí nada,
me limité a señalar mi rostro con el dedo índice. Ella negó llena de confianza
y luego se señaló su máscara blanca y triste. Después me tomó de la mano y
empezamos a caminar. Su andar era bastante apresurado, sentí el tirón que
ejercía su mano sobre la mía.
Nos alejamos del corso por una
calle estrecha y poco poblada. Allí cerca había un monte que es algo así como
el orgullo turístico del pueblo. Muchos vienen a cazar a ese lugar. Llegamos
allí y, antes de adentrarnos en la naturaleza, ella se frenó (y me frenó) y
comenzó a hablarme. Esta vez sin agarrarme por los hombros, como si ya hubiera
alcanzado la otra vez para tocar mi alma y mi confianza.
_ ¿Nunca has visto a gente igual
que yo? – me preguntó
_ No. – respondí.
_ Oh, yo los he visto todo el
tiempo. Es más, creo que vos sos igual a mí. Yo aprovecho estos carnavales para
interpretarme, para interpretarte.
_ ¿Tan triste me notás? – le
pregunté.
Entonces largó unas agudas
carcajadas y, antes de comenzar a caminar me comentó:
_ Este rostro muestra lo que
nosotros vemos.
Avanzamos por matorrales, yuyos
altos y ramas que golpeaban nuestros cuerpos. Estaba bastante oscuro pero no
tanto, había luna llena, así que medianamente se podía caminar.
Llegamos a un lugar donde los
árboles escaseaban. Yo no lo pude creer, pero allí, iluminados por una luz que
jamás supe de donde provenía, se encontraban estáticos seres totalmente iguales
a ella. Cada rostro era levemente diferente, de fondo la luz hacía que el sitio
tuviera un tinte azulado. Entonces la persona que me había llevado a ese lugar
me soltó la mano y me dijo:
_ Yo todavía no soy parte de
ellos. Necesito complementarme, es mi única salida. Vos lo viste en mi rostro
¡Oh, la tristeza!
Le dije que yo podía intentar
hacer algo por ella pero se negó.
_ No, vos tenés que hacer algo
por vos mismo, después vas a poder ayudar a quien te necesite.
_ Entonces ¿para qué me trajiste
a este lugar?
_ Para que tu rostro no se
convierta como el mío. – me dijo. – Tomalo como una enseñanza.
Entonces
avanzó y se fusionó (como las gotas, hasta la muerte) a su grupo. Yo salí del
monte y volví al corso, tomé cerveza y comprendí lo que esa noche había sucedido.
Dependía de mí cambiar el rostro de mi alma y mezclarlo con el de mi cuerpo, de
otra forma, mi destino sería el mismo que el de ella y yo, terco y porfiado, no
quería esperar al carnaval todos los años para ser yo mismo.
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