Nieve de verano [Capítulo 5]

El capítulo anterior tuvo 10 "interesante", nuevo record :O Gracias a los que se toman la molestia de leer.

5

Desperté, naturalmente, a eso de las nueve, el silencio de la casa podría haber hecho que cualquier persona duerma mucho más, pero yo estaba acostumbrado a levantarme relativamente temprano. El lugar ya no era el mismo que días atrás, reinaba la paz, una paz mediocre y asesina, no se escuchaban los hachazos de Gaspar Gómez afuera ni la leña quemándose en la chimenea. Mi rostro acompasaba totalmente ese deprimente contexto, hacía varios días que no me afeitaba y tenía unas ojeras más pronunciadas que de costumbre. Estaba impresentable. Saqué toda la barba de mi cara y luego salí a cortar leña, recordando que lo haría como forma de amabilidad con el señor Gómez, lo cual me puso de muy mal humor. Aún así, esos hachazos me sirvieron para hacer un poco de ejercicio y descargar la ira que se hallaba despierta en mi interior.
Cerca de las once, cuando hube terminado aquellos quehaceres, al calor interior de la cabaña, desayuné. Había quedado en encontrarme con Rebeca a la una. Así que directamente no almorcé. Ahora que lo pienso, me había despertado bastante tarde, o era muy lento para prepararme. La cuestión es que a eso de las doce y treinta, tenía todo listo. Ropa simple, un gorro de lana para tapar mis frías orejas, unas botas de goma para no mojarme los pies y mucho abrigo. Mis cigarrillos eran infaltables, la solidificación del humo esperando destruir mi interior pero relajar mi cabeza era indispensable. Recordé que Rebeca dijo que en aquel río no hacía frío, así que decidí sacarme un par de camperas. Tenía bastantes problemas para acostumbrarme, en un lugar hacía un frío polar y en otro un calor veraniego.
Al salir de la cabaña me encontré con Próspero Amigo, iba bien vestido y haciendo notar su brazalete de plata por encima de su ropa. Su cara de altanería y desprecio me observó y se detuvo. Al parecer no estaba muy apurado, seguramente se dirigía a la taberna.
_ ¡Buenas Clímaco! – gritó alzando la mano derecha para que mis ojos sean cómplices del brillo de su pulsera.
_ Hola. – respondí indiferente a su falso entusiasmo. Amigo se acercó unos metros para seguir hablando sin necesidad de alzar la voz.
_ Disculpa por los problemas que te causamos en Unmei. – dijo. – la verdad es que eres un forastero y teníamos derecho a desconfiar.
_ No hay problema. – respondí.
_ Jamás imaginé que hubiera todo un mundo fuera. ¡Sería fantástico conocerlo! – exclamó con voz de actor de teatro.
_ ¿Entonces Adolfo le ha contado la verdad al pueblo? – pregunté.
_ No, yo se todo debido a que pertenezco a una de las tres grandes familias, las cuales se están reuniendo todos los días para debatir el asunto. Aún dudan en creer esa verdad y en contarla a todo el pueblo. – explicó.
_ Ya veo.
_ Pero creo que lo mejor sería explorar, largarnos a ese mundo que tu nos abriste, y así resolver de una vez por todas si es verdad o no que la civilización termina en esta montaña.
_ No es el momento adecuado para ello. – dije. - El mundo de allá afuera está algo agitado actualmente, dudo que sean bien recibidos.
_ ¿Es porque aquí matamos a uno de los suyos y herimos a otro? – preguntó algo ansioso y con una ira interna que estuvo a punto de ser externa.
_ No, yo tampoco soy bienvenido allí. – contesté. – Los altos mandos son peligrosos.
_ Siempre se puede dialogar. ¿Acaso no lo hemos hecho contigo?
_ No es lo mismo. No podría dialogar con ellos mas si ofrecerles su vida o, mejor dicho, su muerte. – Próspero Amigo me observó con el ceño fruncido y sus cejas levantadas.
_ Me intriga conocer su mundo Clímaco. Seguiré investigando. – confesó mientras se retiraba sin despedirse.
La realidad es que si los militares encontraban a un grupo de campesinos de la montaña, los alistarían en el ejército y probablemente los mandarían a Malvinas, o incluso los pondrían presos por haber estado escondidos. Pero no era momento de preocuparme por ellos, la realidad es que en un mes se olvidarían de todo este asunto gracias a la fiebre del olvido, solo debía retener a Amigo durante ese lapso de tiempo, al menos si quería salvar su vida. ¿Realmente quería? Bueno, de todos modos irían varios pueblerinos, y serían muchas vidas sacrificadas. Así que no me quedaba otra opción. Además el hombre no me había hecho nada malo como para desearle la muerte, aunque me cayera mal.
Llegué algo tarde a la cabaña veintitrés, Rebeca, su padre y dos personas más (una mujer de unos cuarenta y su marido, probablemente) me esperaban fuera de la cabaña. Al verme, ella esbozó una leve sonrisa y yo, cómplice, se la devolví. Saludé a todos, el padre de ella, Gustavo, era una persona de ojos tranquilos, sin barba y con el peso de unos cuantos años reflejados en su cara y el color de su pelo. Aún así se mostró siempre calmo, sereno y poco desconfiado, a diferencia de Adolfo, su progenitor.
_ ¿Día difícil para ir de pesca? – pregunté tratando de romper el hielo.
_ Difícil saberlo, el clima en el río y el bosque es totalmente diferente al de aquí. – explicó Gustavo mientras sujetaba varios utensilios para la pesca y comenzaba lo que sería la expedición. Detrás de él le seguía el matrimonio que seguro serían de mucha ayuda. Rebeca y yo íbamos últimos. Aún así la distancia entre el primero y el último, o sea yo, era relativamente corta y se podía dialogar aumentando un poco el tono de la voz.
_ Claro, esperemos que esté lindo allá afuera. – expresé. Me sorprendió la poca importancia que le dio Gustavo al hecho de que yo, un forastero sospechoso, sea amigo de su hija. Incluso no tenía problemas en que lo acompañe a pescar.
La caminata se hizo más cansina una vez que empezamos a escalar un poco la montaña. Ellos estaban bastante acostumbrados mientras que yo, lleno de humo de cigarrillos en mis pulmones, me encontraba agitado. También me había costado llegar a Unmei, el guía tenía gran estado físico y yo lo seguía como podía. Aún así no me quejé y traté de no resaltar por mi cansancio. Rebeca, a mi lado, se reía al verme tratar de disimular el dolor de muslos y la inminente respiración agitada con la boca.
_ Podemos frenar un rato si quieres. – comentó entre risas.
_ No hace falta. – respondí. - las apariencias engañan. – detrás nuestro, todavía era visible Unmei, como un hormiguero. Sería una falta de respeto parar tras haber caminado unos cuantos metros, o kilómetros, ya no sabía cual era la diferencia.
            _ Te haces el fuerte, pero eres una tortuga. Y la gigante mochila que llevas en tu espalda es tu caparazón. – tras decir eso, hasta el matrimonio esbozó unas risas, aquellas dos personas que no habían pronunciado una mísera palabra en todo el viaje se burlaban de mi, pero no me molestó. Al contrario, fue un momento divertido en el que me olvidé de lo extenuado que me hallaba.
El frío se veía cada vez más lejano, como si fuese una persona que pierdes de vista por la distancia; y el calor, una nueva que aparece en tu rango visual. Estaba nublado pero había mucha humedad, seguramente estábamos cerca del río. Tuve que sacarme mis abrigos y guardarlos en la mochila, la cual parecía un bolso de alguien que se va a mudar de ciudad. Los otros, solo llevaban unos suéteres de lana que se quitaron una vez entraron en calor. En mi caso, entre guantes, bufanda, campera y buzo, se notaba mi inexperiencia para afrontar el “normal” cambio climático entre un lugar próximo al otro.
Cuando por fin divisamos el ansiado río, el calor era sofocante. Pero le presté poca atención al clima. La naturaleza era una obra de arte. Las montañas de fondo eran el contexto perfecto para que el caudal de agua se muestre. La arena cerca de la orilla tenía un color blanquecino. El agua era bastante fresca pero nada sucia, transparente. Se podían ver los peces moviéndose contra la corriente como quien lucha en contra de un destino impuesto.
Allí había una canoa bastante espaciosa y cuidada, atada a un mástil con una soga bien gruesa para que soporte fuertes vientos y tormentas. Gustavo se puso a desatar el apretado nudo mientras el matrimonio, cuyos nombres no recuerdo, se subió a ésta. Mientras, Rebeca cargaba todas las mochilas y las herramientas de pesca en el bote, yo, con mi mirada de estúpido, observaba la situación sin decir nada. Mis sentidos seguían contemplando el hermoso paisaje que nos rodeaba, sentía la brisa cálida en mi piel, oía el murmullo del río y olfateaba el olor del aire proveniente de las más puras montañas.
_ ¿Vas a quedarte mucho tiempo más ahí? – preguntó Gustavo mientras subía a la canoa. – lo más probable es que, al igual que su hija, ahora él también pensaba que yo era una persona rara. Hice caso a sus palabras y me subí a bordo.
Si bien la notaba grande, creí que cinco personas no entrarían, pero al contrario, había lugar para un par más. Los tres varones tuvimos que remar fuertemente, a pesar de que la corriente no era abrumadora. Ya en mitad del río, lanzaron varias redes y arrojaron sus líneas de pesca con carnadas, en su mayoría, pequeñas sardinas.
Es probable que una persona normal no disfrutara de aquel momento. El sol nos abrazaba y no teníamos escapatoria. Estábamos en medio del agua, en un silencio aturdidor, recogiendo cada tanto las redes y los anzuelos. La pesca era fructífera, pero el aburrimiento hubiera llegado a cualquier persona que no estuviera acostumbrada a tanta paz. En pocas horas apenas dirigimos algunas palabras. Por mi parte, disfruté al máximo aquella tarde, necesitaba una tarde de calor, de tranquilidad. ¿Y que mejor que estar sobre un bote, pescando, a la deriva del río, sin nada ni nadie que pudiera molestarnos? Rebeca probablemente estaba cansada de hacer aquella rutina día por medio, pero a mi me encantaba. Recuerdo que la envidié por su trabajo. No estaba mal vivir de la pesca y la cacería en vez de un sueldo pobre trabajando en una penumbrosa oficina, escribiendo notas todos los días.
El sol caía lenta pero irremediablemente, algunos bostezos llegaban de Gustavo, quien seguro había madrugado ese día. La gente de Unmei era muy trabajadora y tempranera, así que no me sorprendió. Además el ambiente era tan calmo que invitaba, como el diablo a Adán a comer la manzana, a tomar una rica siesta.
Desperté cuando la canoa estaba junto a la orilla del río. En realidad fue Rebeca quien lo hizo con un par de palmadas en mi brazo. Desembarcamos todo lo que llevábamos a bordo, inclusive la numerosa cantidad de pescados que habíamos conseguido. Gustavo la ató nuevamente con la soga, nos distribuimos las cosas que había que llevar de nuevo al pueblo y comenzamos la cansina marcha. Nos esperaba subir la sierra y luego bajarla, allí se encontraba Unmei.
El firmamento terminaba de ponerse, eran cerca de las siete de la tarde. El color del cual se tiñó el paisaje era perfecto. El césped tenía un color rojizo y el cielo poseía diversas tonalidades: Roza, naranja, blanco, celeste, azul y más lejos del sol, que se escondía, se ponía negro.
Por suerte era una sierra relativamente pequeña la que había que atravesar para llegar al río, se necesitaban dos horas de ardua caminata.
Cerca de las ocho un sonido nos hizo estremecer. En la tranquilidad de la naturaleza se oyó nítidamente el aullido de un lobo. Se escuchó tan fuerte que todos nos dimos vuelta pensando que estaba detrás nuestro, pero no fue así. Quedamos paralizados unos segundos, tratando de entender la situación y, quizás, esperar otro sonido provocado por el feroz animal.
_ Se escuchó muy fuerte, debe estar cerca. – dijo Rebeca con tono asustadizo.
_ Probablemente nos haya olfateado, quizás al pescado que llevamos. – respondió uno de los pescadores que iba con nosotros.
_ Los lobos habitan en el inmenso bosque de la planicie del valle. No aquí en las sierras y montañas. – explicó Rebeca. – Además venimos a pescar seguido y nunca antes ha pasado esto.
_ Entonces ¿que hace aquí? – interferí con mi pregunta sin respuesta.
_ ¡Y yo que sé! – respondió Rebeca histéricamente. – A todo esto, Gustavo estaba parado sin decir nada. Paralizado nos escuchaba, era como un fantasma. Tenía los ojos fuertemente cerrados y su respiración más agitada de lo normal.
_ ¡Aceleremos el paso! – murmuró la señora que creo que se llamaba Julieta. Nos dimos cuenta de que andaba cerca, porque sus aullidos eran más seguidos. Hicimos caso a las palabras de la señora y comenzamos nuevamente a andar. Sin embargo, Gustavo Nirmia seguía parado, sin mover un músculo. Rebeca, asustada, retrocedió y se dirigió a su padre.
_ Papá, ¿qué te pasa? Hay que salir de aquí cuanto antes.
_ No me siento bien. – respondió él despacio. – claramente estaba paralizado por el miedo. Era normal, pero exagerado. ¿Por qué Gustavo tenía tanto temor a los lobos? No aparentaba ser de esas personas que ante una adversidad se quedan paradas sin hacer nada. Creí que sería él quien nos guiaría a Unmei, poniéndose la situación en el hombro. Pero no fue así.
_ Ernesto, ayúdame. – me gritó Rebeca. Y junto al otro hombre nos dirigimos donde la dramática situación se establecía. Tomamos por cada brazo a Gustavo y lo obligamos a avanzar caminando, casi arrastrándolo. Solo así pudimos seguir adelante. Rebeca no paraba de llorar y preguntar a su padre que le sucedía. Seguro era una situación extraña para ella y jamás lo había visto actuar así.
Avanzamos a un trote más lento de lo deseado. A mi derecha, pude ver como el feroz animal nos seguía paralelamente a un trote reducido, ya nos había alcanzado y se dejaba ver a propósito. Nuestras miradas se entrecruzaron. No hablamos el mismo idioma, pero fue una comunicación instintiva. Yo pude entenderlo a él, y él a mí. Me detuve y el lobo hizo lo mismo.
_ ¿Qué haces? – gritó Rebeca asustada, pero no respondí.
Sentí que había una atracción entre nosotros que iba más allá de idiomas, razas o lógicas. Entonces me acerqué al animal dando pasos leves, improvisados, y el canino hizo lo mismo. No apartábamos la atención el uno del otro. No nos importaba el exterior, las otras personas que nos rodeaban ni la inmensa naturaleza establecida de antemano. Pude entenderlo entonces, sus ojos eran iguales a los míos, destilaban soledad.
_ No se asusten. – dije a Rebeca y los otros. – Este lobo está solo, no viene a cazarnos – Sin embargo, ellos se mantuvieron distantes y a punto de salir corriendo.
_ ¿Como lo sabes? Los lobos siempre andan en jaurías - Explicó Doña Julieta. Sería imposible tratar de explicarles con palabras, así que avancé varios pasos más y toqué levemente al lobo en su lomo. Era un macho adulto, de unos siete años de edad, quizás. Bastante más flaco de lo normal y con algunas cicatrices de peleas viejas. Todos se quedaron atónitos ante mi proceder, parecía un especialista, cuando en realidad no sabía siquiera como tratar con un perro. Luego retrocedí, saqué uno de los numerosos pescados que habíamos conseguido y se lo regalé. El animal lo tomó con sus gruesos y afilados dientes y se perdió en la sierra. Un suspiro unánime nos rodeó luego.

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